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No al silencio 3.1

Crónicas de un transeunte citadino

EL COMEDOR DE LOS OLVIDADOS

viernes, mayo 19, 2006

Angélica, una niña de ocho años que vive “en una casita de palo”, espera ansiosa mientras me mira con sus ojos grandes y me escruta con su infantil curiosidad, con el encanto de su inocencia. A su lado está Kevin, quien con la cuchara que empuña come con gana su plato. Come arroz blanco, lentejas, coliflor adobada y carne al vapor. Ese era el menú del día en el comedor de la Fundación Zua, en el barrio Palmitas de la localidad de Kennedy, al extremo sur-occidente de Bogotá donde los beneficios de esta ciudad de cuasisegundo mundo se dilatan entre las distancias y los olvidos.

En el primer piso de una casa de tres, que por sus puertas siempre abiertas deja entrar hasta a los perros callejeros que comen las sobras que caen de las tres humildes mesas de madera, funciona este comedor donde alrededor de 220 personas, entre niños y sus madres, reciben de lunes a sábado un almuerzo que les permite saciar su hambre. Allí, el vapor de los platos recién servidos se fundía en el aire con los gritos de los niños. En el fondo, un tablero gastado, y encima de él una Virgen del Carmen y un tren de papel viejo, despegado y descolorido; unas paredes amarillas ya blancuzcas y una ventana que da a una calle destapada, donde algunos niños hacen que juegan al fútbol con una bola de trapo y se ensucian los zapatos en medio del barrial en que la lluvia convirtió esa calle.

Allí no se ven ni los afiches de los políticos en campaña; de los niños de Kennedy sólo se acuerdan sus mamás y esas pocas personas que se dan cuenta de que a ellos también les da hambre. Ni quienes pavimentan las vías, ni quienes hacen de sus “logros sociales” el brillo de su sonrisa o la gloria de su discurso. Es triste y revelador ver que esa casita ajada y sin pintar donde ellos comen, estudian y juegan es lo único de cemento que se puede ver en un par de cuadras a la redonda; es triste ver que las migajas que algunos les botan sirven incluso para alimentar a los perros callejeros que cada cuanto entran allí para buscar las sobras entre las sobras.

Pero los niños no saben de su desgracia. Sonríen y juegan, viven mientras se dan cuenta de que sólo les queda intentarlo. Algunos llegan tristes, con la carita desfigurada por la furia de sus desahuciados progenitores, otros con el estomago calloso y el alma enrarecida por el hambre; pero es hermoso ver como un humilde plato de comida les cambia la vida por un momento y les arranca una sonrisa del alma. Es igualmente hermoso ver cómo, igualmente, a este sorprendido cronista un plato de comida gratis –el único por ese precio en mucho tiempo- puede hacerle lo mismo.

escribió José Luis Peñarredonda, 10:36 p. m. | link | 6 comentarios |

RELATO DE UN SOBREVIVIENTE

jueves, mayo 04, 2006

En el casi inmaculado aire que los bogotanos respiraron los pasados martes y miércoles, no dejaba de sentirse cierta sorna: cada esquina, cada mirada de cada persona parecía querer gritar “¡qué día de mierda!”. Muchos aprovecharon y se quedaron debajo de sus cobijas o de las carnes de sus parejas, pero muchos más no podían dejar de salir a la jungla de asfalto, por esos días horriblemente espesa, poblada y confusa.

“Ha habido días en los que a esta hora me ha ido mejor”, comentaba un taxista mientras me llevaba a la estación de Transmilenio de la calle 146 el lunes. “A mí también”, le repliqué mientras pensaba con qué plata iba a almorzar ese día. Gracias a la ley de la contradicción que rige nuestras vidas, las calles estaban más tapadas que de costumbre; cuando llegamos, me di cuenta que este enorme vía crucis apenas empezaba. Una fila que subía el puente peatonal me esperaba, y mientras caminaba hacia ese patíbulo recordé que a los genios que manejan el transporte en Bogotá se les había ocurrido poner un sistema nuevo para identificar los buses rojos.

Sólo pude comprar un tiquete de los 4 que quería, lo cual se traducía en que esa tortura iba a volverse recurrente. Luego, entre la sopa de gente me tocaba buscar el bus en el nuevo mapa, que me pareció tan claro como un crucigrama en chino o un insulto en alemán. Sin saber muy bien qué hacía me monté en un bus que me obligó a hacer tres transbordos hasta el Museo del Oro, sólo para darme cuenta que la universidad estaba cerrada. Pero no todo fue una pérdida, tengo una nueva imagen en mi álbum mental: parecía que en la estación de la 100 estuvieran regalando billetes de $50000; juzguen ustedes.

De vuelta quise quitarme la frustración y disfrutar de la otra cara de la moneda, entonces decidí montarme en un Fiat como del 75 que hacía las veces de bus improvisado cubriendo la ruta “Granahorrar”. Pero esos carros que sólo sacan en los paros son la peste, terminé con mareo de tanto moverme de arriba hacia abajo. Me bajé en el Parque Nacional y decidí salir a caminar y a respirar, y todo por ese tiempo tuvo sentido. Cuando veinte cuadras más al norte quise volver a un Transmilenio tenía ganas de fumar, pero como tenía tos –para colmo- me tocó comprarme algo muy ácido, por aquello de la ansiedad. Es allí cuando otro cliente no se por qué carajos dice que en TM ya no estaban vendiendo tiquetes. Mi terquedad me llevó a la estación como un pedazo de jamón a un perro hambriento, y la encontré ¡casi vacía! Pude montarme sentado, pero la maldita desinformación me hizo tomar un bus que paraba hasta Toberín, lo que significó seis mil pesos de taxi hasta mi apartamento y una neura de proporciones absurdas.

El martes tenía la duda sobre si valía la pena el esfuerzo de salir; una llamada me hizo tomar la decisión de hacerlo. La misma rutina del día anterior, aunque ya sabía qué bus tomar. Llegué, pero solo fuimos cuatro gatos a una clase y cinco a otra. De vuelta, dos horas esperando en el Museo del Oro, en las que floreció la idiosincrasia del capitalino: la ley del monte. Después de que me tocó empujar como a 100 personas porque era la tercera vez que no me daban paso, me metí a un bus en el que me tocó gritar para que la vieja de enormes y sebosas nalgas caminara tres pasos hacia el centro del bus y no estorbara con sus sobredimensionadas carnes a los pobres y macilentos mortales que sufríamos el hacinamiento que sus enormes dimensiones generaban.

Después de una hora de bus, llego a mi casa y me encuentro con la noticia de que el paro había finalizado. Me sentí feliz por que todo volvía a la normalidad, pero triste por la misma razón; pues definitivamente el caos es hermoso; cruel, pero hermoso. ¿En dos días normales hubiera podido caminar sobre la séptima, montarme en un carro muy viejo, pelear con una vieja 100 kilos más gorda que yo, actuar de agitador de masas, sentir la comunión de la fila y pelear contra la corriente sin que algo me lo impidiera? No, y precisamente esa es la gracia de que pasen estas cosas. Al menos, es la gracia que yo le veo.
escribió José Luis Peñarredonda, 12:38 p. m. | link | 7 comentarios |