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No al silencio 3.1

Crónicas de un transeunte citadino

MIERDA, PERO VERDE

miércoles, agosto 09, 2006

A medida que se acercaban por la Séptima hacia el centro, los pasajeros del bus 1734 de Continental de Transportes veían más y más hombres uniformados con trajes de los verdes más diversos. Venían del norte de la ciudad y querían aprovechar la tarde soleada del primer domingo de agosto. Tal vez se echarían un rato en el Parque de la Independencia o se comerían una ensalada de frutas, incluso tirarían a los vientos una cometa y con un poco de suerte entraran al Museo Nacional a ver qué era la joda con los Guerreros de Terracota.

A lo mejor alguno de los pasajeros estaba detrás de un libro de esos que sólo venden en Taschen. Lo habrá pedido hace uno o dos meses y tal vez se lo habrán conseguido hasta hace un par de días -era de suponer-: seguramente le habían dicho que viniera hoy a averiguar. Nadie contaba, sin embargo, con que la librería estaba al lado de uno de los dos lugares más vigilados ese día en Bogotá: el Hotel Tequendama. Muchos de los más de 6000 miembros de las Fuerzas Militares y 24000 policías que se encontraban en acuartelamiento de primer grado el fin de semana pasado se encontraban apostados en los alrededores del tradicional hotel capitalino.

El ambiente estaba tenso; cualquier recién llegado diría sin temor a equivocarse que en Bogotá se iba a desarrollar una batalla sin cuartel. En la 114 con Séptima se empezaban a ver agentes de la Policía Militar, siempre en parejas. Pasaban con una frecuencia cada vez mayor, y ya en la 85 podía apreciarse un espectáculo que casi no se ve en una ciudad capital: un imponente tanque de guerra que servía como plataforma a un soldado armado hasta los dientes, detrás del camión número 84 del Batallón de Artillería del Ejército Nacional. Estaba pintado de un verde más militar que el que sale en la televisión, de un verde que brillaba con el sol aunque fuera camuflado. Entre más al sur se estaba más uniformados se dejaban ver; eran como abejas que estaban de excursión cerca de la colmena.

Algunos miraban detrás de sus ojos polarizados, tal vez burlándose de lo inermes que estaban los civiles o alimentando el ego pensando en lo importante que su labor era: en la Escuela Militar les habían enseñado que había que matar o ver matar. Otros eran como soldaditos de plástico en el campo de batalla de papel, sin rostro y sin alma. Los más, sin embargo, tenían sonrisa de niño: a lo mejor creerían que estaban jugando a polcías y ladrones.

Después de andar un rato por las calles sin demasiado afán y de preguntarse por qué había tantos agentes de tránsito un día de tan poco tráfico, nuestro biblófilo se sentó, entre inocente y curioso, en una silla cerca de la entrada del hotel. El libro no había llegado y no lo habían dejado entrar al centro comercial del lado, y necesitaba desesperadamente encender un cigarrillo. Lo encendió. Fue cuestión de segundos para que sintiera la fuerza de la mirada de decenas de uniformados que se preguntaban, tal vez muertos de pánico, quién era el loco al que se le ocurría ponerse a fumar por esos lados; es decir, de quién había que sospechar. Evadió el ataque mirando hacia los cerros, sólo para encontrarse con un enorme carro de bomberos apostado al frente de una vieja casa blanca. A su lado, había una ambulancia con sus paramédicos. Definitivamente los verdes estaban cagados del susto.

Aburrido de tanto miedo disfrazado de seguridad, nuestro personaje subió hasta el planetario a buscar al negro Harold, un vendedor de frutas que todos los domingos -menos éste- se hacía en la 26. Pensó que a lo mejor allí lo encontraría, y no se equivocó. Le compró dos vasos de lo de siempre, y con su voz gruesa lo escuchó quejarse de la actitud de la Policía. “Dicen que por acá puede pasar que por acá no. Se creen los dueños de todo”, se lamentaba el negro. En el fondo, qué más se podía hacer; era la queja de un pobre vendedor que no le importaba sino a su madre.

Con tanta Policía no se podía andar tranquilo. Un poco contrariado, nuestro personaje se devolvió a tomar un bus que lo llevara de vuelta, no sin que antes un agente de tránsito le pidiera los papeles. Ese domingo el centro no era de sus visitantes, sólo porque la Casa de Nariño sería otra vez del dueño, murmuraba mientras sacaba la cédula. En esas, volteó otra vez hacia los cerros. Estaban enmarcados por un cielo azul inmaculado, pero eran el fondo de un pedazo de mierda. De un pedazo de mierda, pero verde (como la corbata del represidente).

escribió José Luis Peñarredonda, 9:00 p. m.

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