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No al silencio 3.1

Crónicas de un transeunte citadino

AMNESIA

jueves, junio 15, 2006

Celebraban un cumpleaños. Había alcohol, cigarro y otras cosas en profusión; pero ellos decidieron que algo faltaba. Al fin y al cabo festejaban sus dieciocho, y en ese paso a la adultez había que botar la casa por la ventana. La idea ya estaba en el aire, sólo fue buscar en los clasificados del periódico, hacer dos llamadas y reunir dinero. Dentro de poco, la mujer de nombre falso y sexo fácil vendría a desnudárseles.

La espera no fue muy larga, y al final ella llegó ataviada con un disfraz de colegiala cubierto por un gabán de San Andresito. Pidió reguetón, porque de lo contrario no se movería “rico”. Se le puso, y el show empezó entre el paroxismo y la arrechera de los muchachos que disfrutaban del baile. Para ellos, la idea era divertirse un rato. Para ella, exprimirles los bolsillos y llevarse todo el dinero que pudiera.

Fue fácil. El trabajo se hizo entre las conciencias disminuidas por el alcohol y la libido desbordada por los aprendidos movimientos de una lesbiana que bailaba por cumplir y no se esforzaba por corresponder el entusiasmo de los muchachos. Se acabó la música, y mientras ella se ponía la ropa en el baño decidieron entre todos seguir esculcando la billetera y regalarle su primera vez al cumplimentado.

Pagaron un rato de quince minutos, en el que el miedo del recién adulto impidió la consumación de su desvirgada. Eso sí, el rato se pagó como si el muchacho hubiera cumplido con la última y más rebuscada de sus fantasías; al fin y al cabo era un negocio donde el dinero valía más que la sinceridad. Además, si la alegría de la mujer fue tan poca allá adentro como lo había sido cuando bailaba, es de entender por qué al final no pasó nada.

La mujer ya se había ido, y el alcohol no se agotaba. Se siguió bebiendo, y en esas se decidió que la segunda era la vencida. Llegó otra mujer, una morena con olor a loción de tres pesos y modales de plaza de mercado, que vino con la misma intención con la de todas sus colegas. Ella, al contrario de su antecesora, sí tuvo el buen oficio de parecer aturdida y compenetrada con la libido de su excitado auditorio; le traería frutos.

Después de la desvestida de rigor –que esta vez fue más participativa-, llegó el momento en el que el cumplimentado se dejaría llevar hacia lo más hondo del monte de Venus. Los gritos y gemidos traspasaron las paredes de la desafortunada habitación, mientras entre carcajadas sus ebrios amigos se reían y se miraban con cara de “no podemos creerlo”.

Terminó el rato, pero él quería más. Ese no era problema, el problema era que lo quería gratis. Después de un intento desesperado e infructuoso de lograrlo, desnudo y borracho como estaba decidió dar vueltas y gritarle a las paredes, a los cuadros y a los vecinos que esa había sido demasiado fácil. Aunque tal vez en unas horas no lo recordara, ya sabía lo que era una mujer. Para ella, en cambio, no fue sino un cliente más, un borracho más al que sacarle unos pesos; después de todo, ni el recuerdo del gozo ni el guayabo de la culpa quedarían en su memoria. Lo único que sobrevivió el día siguiente fue el preservativo usado en la alfombra del apartamento.

escribió José Luis Peñarredonda, 2:42 a. m. | link | 4 comentarios |