tag:blogger.com,1999:blog-233952822024-03-12T18:43:17.080-05:00No al silencio 3.1Crónicas de un transeunte citadinoJosé Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.comBlogger16125tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-62807797369843487982007-04-29T19:53:00.000-05:002007-04-29T20:05:15.203-05:00TURMEQUÉ<div style="text-align: justify;"><span style="font-weight: bold;">A uno le dan ganas de quedarse a vivir ahí.</span> No es sólo que el tejo sea el deporte de todos los días ni que la gente sea radicalmente diferente a la de Bogotá, es que es un lugar que no se termina de descubrir. Es como el dulce que uno se mete a la boca y empieza a saborear. Primero sabe a fresa y luego a mandarina, después a eucalipto, luego a manzana y luego a durazno. </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal"><o:p></o:p>Cuando se está entrando por ese laberinto de sensaciones los nudos de la espalda se desenredan y una sonrisa sale del rostro como un conejo de su madriguera. Los pasos empiezan a darse solos y se descubre una nueva e inesperada liviandad, ya casi nada importa. Sólo se es ahí y en ese momento.</p><div> </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal">Lo único realmente malo de todo eso es que hay que regresar y volver a contaminarse.</p><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal"><span style="font-style: italic; font-weight: bold;">Para ver el resto de las fotos haga clic en la que está abajo</span></p><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal"><a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://www.flickr.com/photos/noalsilencio/sets/72157600157852806/show/"><img style="margin: 0pt 10px 10px 0pt; float: left; cursor: pointer; width: 320px;" src="http://farm1.static.flickr.com/225/477565663_de905ac184.jpg?v=0" alt="" border="0" /></a></p><div style="text-align: left;"><br /></div> <div style="text-align: left;"><br /></div><p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-style: italic; font-weight: bold;"></span><br /></p><p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"></p>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com7tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-31166513452612422007-04-06T20:04:00.000-05:002007-04-06T20:06:47.339-05:00LA PRINCESA DE SANANDRESITO<p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-weight: bold;">En sus cuadernos ella escribía historias tristes. </span>Con letra dispareja, las mayúsculas con lápiz rojo y algún error de ortografía ella le contaba a la profesora de su colegio que su mamá trabajaba en el último rincón de un sanandresito y que de vez en cuando se desmayaba después de cerrar el local. También le contaba que un día su papá tuvo que salir corriendo agachado del lugar en el que almorzaba, pues un proveedor estaba buscando al dueño de una venta de televisores para cobrarle a balazos.<a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhsg12fCGXlpqy-v7oYAiCYwsNt4KYaRGakRZ2aKYMo7DmgKwtKxTX8SgLvzKZEGd56v8lT1nUceCEnnN2zK2T9Hhr4sAlNph36ABEo-5SD70dy5yLme2W2LBvo-SrlIzQz1IDWnA/s1600-h/anamaria1.jpg"><img style="margin: 0pt 0pt 10px 10px; float: right; cursor: pointer;" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhsg12fCGXlpqy-v7oYAiCYwsNt4KYaRGakRZ2aKYMo7DmgKwtKxTX8SgLvzKZEGd56v8lT1nUceCEnnN2zK2T9Hhr4sAlNph36ABEo-5SD70dy5yLme2W2LBvo-SrlIzQz1IDWnA/s320/anamaria1.jpg" alt="" id="BLOGGER_PHOTO_ID_5050486295802630130" border="0" /></a></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><o:p></o:p>Ella, sin embargo, no perdía la sonrisa. Ese día cumplía nueve años, sus ojitos oscuros brillaban mientras mostraba su dentadura dispareja como un piano abandonado. Todo el mundo la había felicitado, el jefe de su mamá que le pagaba con trescientos billetes de mil y la señora del puesto del frente que vendía los mejores pasteles de pollo que se podían comprar; el señor flaco de mirada bizca que le había prometido un regalo cuando cumpliera doce y la dama gorda, escotada y de ojos saltones que la había invitado a almorzar con la bandeja especial de su restaurante de comida corriente.</p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><o:p></o:p>Iba de la mano con la señora de los almuerzos, pasando entre cientos de cajas llenas de televisores y equipos de sonido de dudosas calidad y procedencia y robándose uno que otro piropo y una que otra mirada de un par de señores gordos y calenturientos, que no podían dejar de desear a la dama del escote aunque estuviera con una niña inocente. Ella caminaba como una princesa entre plebeyos, como una presencia casi divina que en su dignidad sólo podía desconocer los afanes truculentos de los pobres y sucios mortales que la rodeaban.<o:p><br /></o:p></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;">El día había pasado entre abrazos y felicitaciones de los colegas de sus padres, pero también entre cajas, fajos de billetes sucios y ajenos y negocios afanosos y despiadados. Le habían regalado un par de ponqués y unos dulces; esa noche tal vez recibiría una muñeca o un juguete de esos que por esta época venden rebajados en el primer local de la puerta derecha, porque nadie los compró en navidad. Un regalo que su mamá pagará con quince de esos billetes de mil con los que su jefe le paga el salario, de esos que se gana de domingo a domingo de siete a siete atendiendo una cabina de teléfonos desde la que probablemente han mandado a matar a más de uno, pero desde la que la princesa de sanandresito, sentada en una sucia silla de plástico, contempla su reino sin siquiera terminar de entenderlo.</p>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com5tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-91165139307663746952007-02-16T23:10:00.001-05:002007-02-17T00:54:11.936-05:00EL DOMADOR DE LEONES<div style="text-align: justify;"><span style="font-weight: bold;">El venezolano contaba que Gasca había perdido 5.000 dólares esa noche.</span> Estaba jugando en una de las mesas reservadas para ricos, quitándose de encima la adrenalina que le produce su trabajo. “Es que domar leones no es cosa fácil, mi hermano”, me decía el chamo entre un cigarrillo y otro.<br /><br />Lo conocí en un casino del norte, de esos enormes e irreales. Su acento era de muchas partes, a veces se le salía un ‘órale’ y a veces echaba una verborrea musical que me hacía no escuchar lo que decía para concentrarme en su cadencia caribeña, sólo para aterrizarme con una expresión de esas propias del inglés de los cubanos. Su camisa de seda negra abierta hasta el tercer botón y rematada por una cadena de oro, su pelo engominado y sus Ray-Ban de piloto lo hacían parecer sacado de una serie ochentera de televisión. Parecía vendedor de glamour en la Miami periquera de hace 25 años, o detective cubano en misión secreta. Las luces de las máquinas y los vidrios polarizados, además, parecían convenientemente escogidos por el productor de un programa que no era de ficción.<br /><br />Hablaba de Gasca como el que habla de su hermano. No se cansaba de repetir que el trabajo de “el pana Raúl” era domar leones, me contaba de las cicatrices que el cirquero tiene en su espalda y del par de sustos que sus súbditos felinos le habían hecho pasar. El hombre me transportaba, de repente me veía frente a un mexicano con cara de temerario y lleno de costras. El tipo estaba con un traje de Aladino que alguna vez fue blanco, de pie sobre uno de esos bancos de circo con un látigo en la mano derecha. “Vamos gatito, párate ya, deja la chingada”, le decía el Raúl de mi imaginación a su enemigo, quien le respondía con una sonrisa macabra. “Órale, ya déjate de eso güey”, le respondía el domador mientras le acariciaba el lomo dorado con el látigo. Luego, aparecían unas gotas rojas en la arena y segundos después un Raúl sin camisa, sangrando, sudando frío y absolutamente quieto, bajando los brazos y jadeando lentamente. Temblando.<br /><br />Luego me di cuenta de que el acento de Gasca no debía ser tan mexicano, debía parecerse un poco más al de su pana. Tal vez se le vaya un ‘ché’ o un poco de espanglish. Ellos estaban en Panamá hasta hace un par de semanas. Antes habían estado en Guatemala, México y Estados Unidos. Cuando no trabajan se la pasan en los casinos, porque “Raúl tiene lana chico, sí que la tiene”. Viajan en primera clase, los animales lo hacen por carretera y con ellos sus cuidanderos. Cuando están de vacaciones, se van a la casa del venezolano en Isla Margarita. Dice él que se toman sus tragos con Chávez, otro de sus “íntimos”.<br /><br />Ahí se rompió el encanto. El tipo se puso a darme clases de filosofía política, de socialismo y de democracia. Encendía mi ira con cada una de sus contradicciones -por algo será que las azafatas nunca hablan de sexo, ni de política ni de religión. Me calmaba fumando un cigarrillo tras otro, intentando debatirle sin mucho éxito, por aquello del fanatismo. Cuando vio que no podía convencerme, se fue a la mesa de Raúl.<br /><br />Me imaginé otra imagen. El mismo Raúl pero limpio y con pelo engominado, siempre vestido de blanco. A su lado el chamo, con las cejas levantadas y la frente arrugada, respirando como si hubiera acabado de correr. La mano del látigo dando palmaditas al terciopelo con un ritmo trepidante, como un metrónomo de su corazón. En el centro de la mesa veinte fichas amarillas de mil dólares cada una; al frente una jota, una reina y un rey de corazones comandados por un cuatro de diamantes.<br /><br />Brillando, cerca de Raúl, un vaso de whisky con hielo y, boca abajo, un diez de corazones y un cuatro de tréboles. El repartidor, en cámara lenta, poniendo una carta sobre la mesa. La mano moviéndose cada vez más rápido, un escalofrío atravesándose en la médula del cirquero. La luz amarilla brillando sobre el <span style="font-style: italic;">river</span>, un as de corazones.<br /><br />Raúl deja de golpear la mesa, el repartidor le pone las fichas al frente y sin cambiar de gesto toma un trago de su whisky. Se le pasa por la cabeza el momento en el que el león casi lo mata, luego mira a su pana. Este le responde con una sonrisa cómplice: “es que domar leones no es cosa fácil, mi hermano”.</div>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1166642404380949632006-12-20T13:41:00.000-05:002006-12-20T14:37:31.733-05:00UN VIEJO TENDERO<div align="justify"><strong>José Antonio Duque va a morir solo.</strong> O tal vez no, a su funeral asistirán sus empleados y sus amigos, esos que desde hace muchos años vienen a tomarse una cerveza a su tienda y a contarse mutuamente las historias de sus vidas. Hombres -solo hombres- de pelos canos y mirada desengañada, de espaldas encorvadas y trajes viejos. Hombres que han vivido y trabajado en La Candelaria de antaño, esa que era residencial y 'decente', que no estaba llena de rumbeaderos ni de "antros de perdición llenos de estudiantes" como cuenta el anciano tendero.<br /><br />Hace 31 años compró la Tienda Luna Park, en una esquina donde confluyen dos callecitas estrechas y empinadas del centro histórico de Bogotá. "Un hermano trabajaba en la (Universidad) Gran Colombia y cuando vine a visitarlo me enamoré de este negocio y lo compré", cuenta con un acento paisa que no ha podido cambiar pese a todos sus años en la capital. El lugar tenía ya 34 años cuando cambió de dueño.<br /><br />La edad se le nota. El tendero está vestido con una camisa de cuadros, unas gafas de lente amarillento que enmarcan sus ojos cansados y sus párpados caídos y un delantal del que se cae a pedazos el viejo logo de una marca de cerveza. Está peinado de medio lado y con gomina, aunque la frente le llegue muy lejos. Cuando habla se le arruga la boca, pero cuando calla no parece tan viejo. Está sentado en el mostrador, saludando a Don Genaro, el dueño de una joyería.<br /><br />-Don Genaro, ¿cómo va todo?- le pregunta a su viejo amigo.<br />-Mas o menos José Antonio, más o menos-, le contesta temblorosamente. <br />-Hágame el favor, regáleme un Águila bien fría para estos calores, pero que el doctor no se entere-. <br />El joyero se rasca la nuca. Intenta reír un poco. Sus ojos se arrugan aún más y adquieren un aire de sabiduría. <br /><br />Suena una vieja canción por el polvoriento parlante que está detrás de la nevera.<br />-Eso sí es música. No como esos, ¿cómo es que se llaman?, rejetones, resguetones de ahora. Esa vulgaridad que le gusta a mi nieta. ¿Se acuerda de ella, la que vino qué día conmigo?- le pregunta al tendero.<br />-Si claro- responde José Antonio. -Ella estudia por acá-. Le entrega la cerveza helada y se sienta en su silla. Se entristece.<br /><br />Durante todos estos años José Antonio no conoció mujer. Su vida y su amor estaban en esas paredes vetustas y en ese mostrador donde hay botellas de cerveza de hace cuarenta años. Ahora se siente solo. No hay una mujer en el local, es raro que entren. <br /><br />No tiene una sóla empleada, todo lo hacen cuatro muchachos con acento paisa y cara de seminarista. Los trata con la severidad de un padre estricto y cordialidad de un abuelo comprensivo. Hay uno que se le parece, tiene el pelo corto y la misma mirada. También tiene camisa de cuadros, delantal y acento paisa. "Él es el hijo menor de mi hermana. Si Dios quiere, él va a heredar el negocio".<br /><br />Entró una mujer, una joven muy flaca con jeans descaderados y un saco rosado que dejaba ver una media luna de piel morena en el bajo vientre. Tenía los ojos coloreados de rosa y olía a perfume dulzón. Pidió una caja de chicles. El sobrino del tendero la atendió y cuando salió, le miró las nalgas y se sonrió tímidamente. José Antonió lo miró con reprobación y le arrugó el ceño.<br /><br />"La verdad, yo quiero un nieto", dice mirando al piso. Pero todos sus años de misoginia y de dedicación clerical a su negocio no le dejaron ni tiempo ni ganas de buscar un vientre para tener un hijo. Miró nuevamente a su sobrino. "Yo quiero que siga mis pasos, porque ese 'pelao' tiene madera". <br /><br />Lo que el tío no sabe es que el 'pelao' tiene una noviecita, una adolescente tierna y sencilla que lo enamoró al servirle un café con leche en la panadería que queda cerca a su casa. Es diez años menor que él. Y lo que el tío tampoco sabe es que su sobrino quiere ser contador, está ahorrando el dinero de la tienda para empezar a estudiar el próximo semestre.<br /><br />Definitivamente quien vive solo muere solo. Y el viejo tendero vivió acompañado de sus viejos clientes, quienes uno tras otro serán llevados, más temprano que tarde, por la parca. Él ya se resignó, lo único que quiere es que alguien le cargue el cajón. Su corazón murió verde, marchito de tanto esperar.</div>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com8tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1163894504732252292006-11-18T18:59:00.000-05:002006-11-18T19:01:44.736-05:00LOS GALÉNICOS<div style="text-align: justify;"><span style="font-weight: bold;">Para Andrea*, treinta pastillas de barbitúricos eran la diferencia</span> entre la vida y la muerte. Al verla postrada en una cama, luchando por no dejarse salvar, Marcela* se estrelló con la realidad: su mejor amiga no quería vivir más.<br /><br />No había logrado suicidarse, por eso estaba en esa clínica. Se llamaba Clínica Los Galénicos - Sol de Vida; “vaya nombre para un lugar donde los suicidas fracasados se recuperan”, decía Marcela cuando llegó. En el ambiente se respiraba la misma pulcritud forzosa de todas las clínicas, las paredes también eran blancas y azules y también olía a medicina.<br /><br />Los dolientes de los ocho suicidas fracasados que eran traídos de regreso seguían agolpados, esa tarde de visitas, en una pequeña sala de espera con veinte sillitas de plástico y un televisor que presentaba una película de Jackie Chan atravesada por líneas grises y parpadeantes. Mientras tanto el enfermero López, un hombre grande y amanerado que tenía una bata con ositos de colores, daba una última vuelta por la sala de cuidados intensivos antes de dejar pasar a los familiares.<br /><br />Cuando López llegó a la sala de espera, todos lo que estaban ahí lo miraron inmediatamente. Su enorme presencia contrastaba con su bata de pediatra y con su voz afeminada: “Por favor, una sola persona por paciente”. Marcela quería subir, pero primero lo hizo el tío de Andrea.<br /><br />Mientras los primeros visitantes subían al tercer piso, la sala de espera volvía a su rutinario chismoseo. La mamá de Andrea, entre triste y desesperada, completó la escena: “esta Andrea si no sirve ni pa’ suicidarse”.<br /><br />Luego de quince largos minutos, a Marcela le tocó el turno de subir. Las escaleras de caracol llevaban a un segundo piso inundado de cuadros religiosos, de imágenes de Jesucristo acompañadas de lemas como “no renuncies a la vida” o “él murió para que tu vivas eternamente”. Sin embargo, la calma impostada que los cuadros buscan producir se pierde al llegar al tercer piso, la sala de cuidados intensivos.<br /><br />Con su particular estilo, el enfermero le dijo cómo lavarse las manos. Cuando terminó, la primera imagen que sus ojos encontraron fue la de un hombre joven de pelo negro, piel blanca y ceño fruncido. Tenía una venda a la altura de la frente que daba vueltas por su cara. En la sien derecha tenía una mancha de sangre.<br /><br />A su lado, después de la enredadera de conductos de suero y sangre, estaba una mujer con un yeso en la mandíbula; y en la cama siguiente yacía un muchacho moreno de ojos saltones, que no tendría más de 14 años y parecía crucificado. Tenía los brazos colgados hacia atrás y una venda sanguinolenta en cada una de sus muñecas.<br /><br />Andrea estaba en la última cama, era casi imperceptible entre el ruido de los monitores y la espectacularidad dantesca de sus compañeros de sala. Estaba débil, su voz era un chorrito que parecía escapar de una garganta que no quería estar viva y sus ojos brillaban como una brasa que está apagándose. Sonrió.<br /><br />Luego de los quince minutos reglamentarios que debía durar cada visita, Marcela bajó con los ojos llorosos. Su mirada era tranquila, Andrea estaba viva y se iba a salvar. Se quiso ir rápido de ese lugar. Estaba muy confundida y el lugar le había parecido demasiado feo y demasiado inquietante. “Yo entiendo que eso sea una clínica para suicidas, pero igual el ambiente no ayuda. Mejor dicho, todo está decorado para ser muy tranquilo y muy esperanzador, pero lo que resulta es todo lo contrario”.<br /><br />Juan Manuel Pérez, director de la clínica, trabaja en una oficina estrecha de paredes blancas. Es un hombre religioso que cree que la labor de su clínica es muy importante. Al lado de las fotos de sus cuatro hijos y de su diploma como especialista en Administración Hospitalaria, tiene su juramento hipocrático y un enorme crucifijo. “Aquí creemos que la vida es sagrada y que tenemos que protegerla hasta las últimas consecuencias”, responde cuando se le pregunta qué opina sobre el suicidio.<br /><br />Ese parece ser el mensaje que quieren transmitir los cientos de imágenes de Jesucristo que se ven en todas partes del lugar, excepto en la unidad de cuidados intensivos. “Allá no ponemos imágenes porque algunos pacientes se pueden molestar, y su estado psicológico es muy delicado”, comenta Pérez.<br /><br />Los que salen molestos no son sólo los pacientes. “Es evidente que, para una familia, la situación de que un hijo o un marido se intente suicidar es muy difícil. Sin embargo, la clínica brinda el apoyo para esa situación”, responde el director.<br /><br />Las familias estaban abandonadas a su suerte el domingo que Marcela fue a ver a su amiga. “No hay servicio de trabajadora social los días domingos, aunque de lunes a viernes la gente viene y se le ayuda”, comenta el director. “Además, hay un cura y dos monjas que siempre están aquí ayudando a la gente”.<br /><br />“¡Qué ayuda ni qué nada!”, se quejó Marcela cuando se enteró de que esa era la respuesta del director de la clínica. “Una cosa es que allá recuperen la salud de los suicidas, esa es la obligación de cualquier médico. Incluso que los remitan a psiquiatría. Pero que a uno lo obliguen a creer en Dios o a valorar la vida como hacen los católicos, es otra cosa”.<br /><br />Cuando salió de la clínica, Andrea estuvo de siquiatra en siquiatra durante un par de meses. Luego se fue de su casa en un ataque de pánico y quedó embarazada de su novio de toda la vida. En la clínica le insinuaron que fuera a misa; ella no hizo caso. No la remitieron a ningún otro lugar.<br /><br />Con todo, no ha intentado suicidarse nuevamente. Marcela dice que no lo ha hecho porque no quiere volver al hospital. “Yo creo que vivir es mejor que volver a Los Galénicos”, dice mientras se le escapa una carcajada que muere pronto, culpable.<br /><br />*: Nombres cambiados.</div>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1160492281448099772006-10-10T09:56:00.000-05:002006-10-10T16:02:03.530-05:00CANTA EN LOS BUSES, PERO VIAJA EN AVIÓN<div align="justify">Ricardo Castañeda quiere un carro deportivo de 90.000 dólares. Por eso, todos los días agarra su guitarra y sale a la calle a convencer a los conductores de bus de que lo dejen entrar a cantar una canción.<br /><br />Ni las manos ni la garganta parecen cansársele nunca. Desde el primer autobús hasta el último del día canta con las mismas ganas con las que hace 16 años se subió, por la puerta de atrás, a reunir el dinero de una noche de hotel en su natal Medellín. Se había ido de su casa y le tocaba empezar a vivir por su cuenta, no aguantó que su papá golpeara a su mamá.<br /><br />El primer bus de la tarde era viejo, sucio y destartalado. Sus pasajeros cabeceaban, perdían la pelea contra el sopor de la tarde de sol. Él los saludó efusivamente, con su voz de maestro de ceremonias: sabía que si los sacaba de la modorra ganaría buen dinero.<br /><br />“Espero que se hayan despertado con ganas de alcanzar un gran propósito”, les dijo. Les iba a cantar una de las 520 canciones que ha compuesto, pero no cualquiera. Esta vez se acordó de que no era un cantante de bus más.<br /><br /><span style="font-style: italic;">Y alguien sentado me repara porque uso buenos </span>Nike<span style="font-style: italic;"> y un reloj aniquelado </span>(sic)<span style="font-style: italic;">,</span><br /><span style="font-style: italic;">y el celular de medio lado y no es lo que hace feliz.</span><br /><span style="font-style: italic;">Yo no canto para mí, sino por los sueños que amo.</span><br /><br />Su voz es fuerte. La señora de ojos verdes que estaba en la primera silla de la derecha lo miró de reojo y siguió con la vista perdida en la calle. El muchacho de la última banca se sonrió, después le confesaría que la canción le movió las entrañas y que deseó que cantara otra. “No, ‘mano’, si me pongo a repetir se me acaba el tiempo aquí”, le respondió Ricardo con una sonrisa.<br /><br />Su guitarra brasileña de 1’400.000 pesos tiene una pequeña fractura en la tapa y por momentos sus cuerdas suenan sordas; no parece tan cara. Ricardo por ratos frunce el ceño cuando canta, los cambios de tono a veces le cuestan.<br /><br />Cuando terminó, un aplauso animoso se dejó oír. Ricardo lo había logrado de nuevo, había despertado a su auditorio. Después de que se bajó, contó con habilidad los 4.000 pesos que reunió en ese bus sumando las monedas, el billete de 2.000 que una mujer de tímida sonrisa le pasó y la moneda estadounidense de cinco centavos que tal vez alguien le dio para mofársele, pero que ahora guardará como uno de tantos recuerdos de su periplo por el transporte público.<br /><br />“Alguna vez alguien me dio un billete de veinte euros”, cuenta Ricardo. En otra ocasión reunió 150.000 pesos en un día. Entre sus satisfacciones no sólo recuerda el dinero que ha ganado, también algunas anécdotas que le arrancan carcajadas.<br /><br />En una ocasión se le cayó el chicle que masticaba para mantener saliva en la boca, pero en medio de los senos de una mujer. “Qué pena, ¿yo cómo saco esto?”, fue lo que atinó a pensar en ese momento. Otro día se montó en un bus, pero en el momento más inoportuno. “Yo le hice la parada a un conductor amigo. Él me gritó que no me subiera pero yo no lo escuché.” El bus llevaba un entierro. “Yo empecé a cantar y todo el mundo estaba llorando.”, cuenta Ricardo entre risas. En otro bus le ocurrió que, cuando el bus en el que iba hizo una frenada “ni la hijuemíchica”, fue a dar en medio de las piernas de una monja.<br /><br />Montado en un bus tras otro, llegó de la carrera décima con calle 13 al Parque Nacional, en la 39 con Séptima. Allí se encontró con dos de sus colegas en la juglaría urbana: Patricia Valenzuela, una mujer de pelo rubio y juventud tardía que está en el oficio desde hace ocho años y David Salomón Rodríguez, un veterano de los buses que durante 10 años cargó con una arpa grande y pesada.<br /><br />“Hoy es el primer día que salgo con el cuatro. Lo que pasa es que se han acabado los buses grandes y el arpa en las busetas pequeñas es un problema”, cuenta David con nostalgia.<br /><br />Los cantantes de autobús han intentado organizarse varias veces, pero no lo han logrado. “Íbamos más o menos bien, pero no nos pusimos de acuerdo”, comenta David. “Es más fácil organizar un grupo de niños”, agrega Patricia. “Además, para mucha gente el arte urbano no deja de ser otro tipo de mendicidad, no podemos cumplir las expectativas que buscamos y que necesitamos”, remata la mujer.<br /><br />Después de la charla con los colegas, Ricardo sigue su camino. Tiene que trabajar mucho hoy, pues necesita recuperar el dinero que invirtió en los pasajes de avión con los que mañana viajará a Medellín a ver a su hija menor, de seis meses de nacida. “Ella es hija de la mujer que yo más quiero en la vida, a la que le he escrito mis mejores canciones”.<br /><br />Hace un mes se divorció de esa mujer, llamada Maria Victoria. “No creyó en mi sueño”, dice Ricardo con tristeza. Tal vez vino a Bogotá a olvidarla, a cantarle a los ‘rolos’ las canciones que le escribió y a verla en el rostro de una pasajera meditabunda y morena. Tal vez ahora no se de cuenta, pero las canciones le quedarán aunque los sentimientos desaparezcan.<br /><br />Ricardo no sólo le canta a su ex esposa. También le ha escrito canciones a sus hijas y a sus amores pasados, al Dios cristiano en el que siempre creyó y al papá por el que se fue de la casa. Además compone jingles, por lo que con dos socios montó una empresa en Medellín.<br /><br />Dice Leonardo Parra, uno de los socios, que “Ricardo es un artista proyectado”. Relata emocionado que un día les encargaron un jingle que Castañeda compuso en sólo diez minutos. “Yo era impresionado con la velocidad de este ‘man’, el jingle le había quedado perfecto en muy poco tiempo cuando por lo general la gente se demora sus buenas horas haciendo eso”.<br /><br />La empresa se llama “Mente Abierta”. Según Ricardo está consolidada en Medellín, aunque “a Bogotá ha sido difícil entrar porque la rosca es muy brava”. Ellos presentaron una propuesta para la música del cabezote de la telenovela Sin tetas no hay paraíso, pero fue rechazada por Caracol. Nunca les dieron razones.<br /><br />Sin embargo, Ricardo no necesita de los jingles para comer. Su eterno peregrinaje entre buses y busetas lo ha llevado, guitarra en mano, por las calles de Bogotá, Medellín, Lima, Santiago y Buenos Aires. Rodrigo dice que “los buses dan pa’todo”, y es verdad. Le dan para la comida y el sustento, para sus guitarras caras, sus buenos <span style="font-style: italic;">Nike</span> y su reloj “aniquelado”. Incluso, le dan para viajar en avión.</div>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1158451762391882192006-09-16T18:45:00.000-05:002006-09-16T19:10:02.896-05:00UNA ESQUINA CASI OLVIDADA<a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/1600/ESQUINA1.jpg"><img style="margin: 0pt 0pt 10px 10px; float: right; cursor: pointer;" src="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/320/ESQUINA1.jpg" alt="" border="0" /></a>58 años después, la gente pasa como si nada por la esquina de <st1:personname productid="la Jim←nez">la Jiménez</st1:personname> con carrera séptima. Allí, el ruido de los buses se deja oír mientras los transeúntes caminan desprevenidos por el lugar donde Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado por Juan Roa Sierra. Algunos, si acaso, se detienen a mirar por un momento las placas que se han puesto en memoria del caudillo, pero la inmensa mayoría pasa de afán, pensando en sus propios asuntos. <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><o:p></o:p>El abogado Álvaro Ezpeleta iba tarde al Edificio Menqueteba; necesitaba examinar un expediente judicial. Irónicamente, encima del muro donde todos los nueves de abril algunos nostálgicos todavía ofrendan flores a Gaitán se ven toneladas de expedientes como el que inquietaba a Ezpeleta; de procesos que, como el del caudillo, aún están a la espera de ser resueltos. </p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><o:p></o:p>La duda sobre quién ordenó el asesinato ha estado flotando en la imaginación histórica nacional. Se ha dicho que fue Laureano Gómez, o una conspiración de políticos conservadores que no querían que Gaitán llegara a la silla presidencial. Incluso se sostuvo que el homicidio fue ordenado por un espía a las órdenes de <st1:personname productid="la Revolucin Cubana"><st1:personname productid="la Revolucin">la Revolución</st1:personname> Cubana</st1:personname>, pero hasta hoy nadie puede responder a esa pregunta sin temor a equivocarse.</p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><o:p></o:p><a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/1600/esquina2.jpg"><img style="margin: 0pt 10px 10px 0pt; float: left; cursor: pointer;" src="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/320/esquina2.jpg" alt="" border="0" /></a>El reloj de <st1:personname productid="la Iglesia">la Iglesia</st1:personname> de San Francisco, que queda cruzando la séptima, marca las cinco y quince desde hace mucho tiempo. Cuando mataron a Gaitán, marcaba la una y cinco de la tarde. Desde ese momento, la historia de Bogotá se partió en dos: la muerte del caudillo desató el movimiento popular más importante que ha visto la capital, el Bogotazo. Durante las pocas horas que duró, causó destrozos e intentó vengar la muerte de la persona que encarnaba su esperanza en un país mejor. Su primera víctima fue Roa Sierra, cuyo cadáver terminó con dos corbatas en su cuello.</p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><o:p></o:p>Hoy es difícil imaginar tal concentración de gente en una esquina tan agitada. A la derecha del muro hay un local de comidas rápidas; a la izquierda, un billar. En 1948 el tranvía pasaba plácidamente sobre sus rieles, hoy los buses rojos del Transmilenio llevan a la estación Museo de Oro a centenares de afanosos transeúntes. Hoy, el sol hacía que el color crema de las placas se viera más brillante. En ese entonces, el cielo gris hacía más tétrica la escena del muro manchado de la sangre del caudillo.</p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;">Las cosas han cambiado en estos 58 años. El recuerdo de Gaitán es resucitado a medias por aquellos nostálgicos como Carlos Moreno de Caro y Alfonso López Michelsen, que mandan a hacer placas para que los transeúntes no se olviden de que allí murió un caudillo. Sin embargo, ni al árbol que se mece plácidamente con la brisa fría que baja de los cerros, ni la silla de madera gastada que está al frente del lugar parecen demasiado perturbados. Los transeúntes de hoy día, al contrario de los de 1948, tampoco parecen estarlo.<br /></p>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com8tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1155703313944481652006-08-15T23:28:00.000-05:002006-08-16T00:04:31.310-05:00LA REINA DE LA CANDELARIA<div style="text-align: justify;"><br /></div><div style="text-align: justify;"><div style="text-align: justify;">La reina no se iba a cambiar los zapatos, aunque ese día la fueran a coronar. Llevaba un vestido negro con lentejuelas hecho por ella misma, y un cinto azul cielo pegado con silicona y decorado con letras de escarcha. En él se leía "Reina de La Candelaria 2005-2006". Llevaba por <a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/1600/REINA.jpg"><img style="margin: 0pt 0pt 10px 10px; float: right; cursor: pointer;" src="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/320/REINA.jpg" alt="" border="0" /></a>corona una faja amarilla decorada con caritas de niña estampadas, y como cetro un viejo palo de escoba decorado con cintas, plumas y tapas aplastadas que sonaban cuando las movía. Lucía sus mejores galas, pero los zapatos sí eran los mismos de todos los días: no quería quitarse sus Grulla para caminar.<br /></div><br />Se llama Idalý, con acento en la "y". La gente la saludaba y ella les respondía, pero pronto regresaba a su sitio frente a un retratista que la dibujaba con menos arrugas de las que tenía. Sin embargo, sus ojos color madera todavía brillaban con el sol de esa tarde de agosto. Aún llevaba un poco de pintura amarilla en su ojo izquierdo, pues no se había quitado bien su máscara de carnaval. El día anterior, Idalý había encabezado "con un adornito, entre dos niñas muy lindas", el desfile de la comparsa Candelaria Carnaval.<br /><br />"Yo tiraba flores, y me divertí mucho", me cuenta con su voz aniñada. "Fui la reina porque mis amigos me lo pidieron, el Padrino y mi amiga Idaly" –con acento en la "a"-. Metros más atrás suenan martillazos, que hallan su eco en las paredes que cierran la callejuela empinada sobre la que está el Teatro Colón. Era domingo de Carnaval, y mucha gente se encontraba en esa calle para vender cosas, tomar fotos o armar carpas. La reina a todos los saluda de beso, y me señala con el dedo la puerta de una casa: "¿si ve a mi amiga Idaly?", me pregunta. En la puerta no había nadie.<br /><br />Luego, me hace subir hasta la siguiente cuadra. Le pide a una de las niñas, a la que vendía sánduches vegetarianos, una maleta vieja. De ella saca una revista vejada y amarillenta y me la muestra. "¿Sí me ve? Esa soy yo, me sacaron porque siempre he sido la reina de La Candelaria", me cuenta mientras se ruboriza un poco. Trata las páginas con cuidado, pues en sus manos estaba su único tesoro.<br /><br />Cuando después de un par de horas la llamaron a la tarima para coronarla, sus Grulla le jugaron una mala pasada, casi se cae al bajar de la tarima. Pero cómo no iba a pasar eso, si Idalý estaba emocionada. "Esto se lo dedico a Idaly", dijo entre sollozos. Ella la buscaba con la mirada en el lugar de siempre, sentada en el andén de la casa de la puerta verde. Idaly, con lágrimas en los ojos, le regalaba su mirada a Idalý y sólo a ella.<span style="font-family:georgia;"></span><br /></div>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com8tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1155176235737523762006-08-09T21:00:00.000-05:002006-08-09T21:36:42.470-05:00MIERDA, PERO VERDE<p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size:10;">A medida que se acercaban por la Séptima hacia el centro, los pasajeros del bus 1734 de Continental de Transportes veían más y más hombres uniformados con trajes de los verdes más diversos. Venían del norte de la ciudad y querían aprovechar la tarde soleada del primer domingo de agosto. Tal vez se echarían un rato en el Parque de <st1:personname productid="la Independencia" st="on">la Independencia</st1:personname> o se comerían una ensalada de frutas, incluso tirarían a los vientos una cometa y con un poco de suerte entraran al Museo Nacional a ver qué era la joda con los Guerreros de Terracota.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size:10;">A lo mejor alguno de los pasajeros estaba detrás de un libro de esos que sólo venden en Taschen. Lo habrá pedido hace uno o dos meses y tal vez se lo habrán conseguido hasta hace un par de días -era de suponer-: seguramente le habían dicho que viniera hoy a averiguar. Nadie contaba, sin embargo, con que la librería estaba al lado de uno de los dos lugares más vigilados ese día en Bogotá: el Hotel Tequendama. Muchos de los más de 6000 miembros de las Fuerzas Militares y 24000 policías que se encontraban en acuartelamiento de primer grado el fin de semana pasado se encontraban apostados en los alrededores del tradicional hotel capitalino.<o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size:10;"><o:p></o:p>El ambiente estaba tenso; cualquier recién llegado diría sin temor a equivocarse que en Bogotá se iba a desarrollar una batalla sin cuartel. En la 114 con Séptima se empezaban a ver agentes de <st1:personname productid="la Polic■a Militar" st="on"><st1:personname productid="la Polic■a" st="on">la Policía</st1:personname> Militar</st1:personname>, siempre en parejas. Pasaban con una frecuencia cada vez mayor, y ya en la 85 podía apreciarse un espectáculo que casi no se ve en una ciudad capital: un imponente tanque de guerra que servía como plataforma a un soldado armado hasta los dientes, detrás del camión número 84 del Batallón de Artillería del Ejército Nacional. Estaba pintado de un verde más militar que el que sale en la televisión, de un verde que brillaba con el sol aunque fuera camuflado. Entre más al sur se estaba más uniformados se dejaban ver; eran como abejas que estaban de excursión cerca de la colmena.<br /></span></p><p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size:10;">Algunos miraban detrás de sus ojos polarizados, tal vez burlándose de lo inermes que estaban los civiles o alimentando el ego pensando en lo importante que su labor era: en la Escuela Militar les habían enseñado que había que matar o ver matar. Otros eran como soldaditos de plástico en el campo de batalla de papel, sin<o:p> rostro y sin alma. Los más, sin embargo, tenían sonrisa de niño: a lo mejor creerían que estaban jugando a polcías y ladrones.<br /></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size:10;">Después de andar un rato por las calles sin demasiado afán y de preguntarse por qué había tantos agentes de tránsito un día de tan poco tráfico, nuestro biblófilo se sentó, entre inocente y curioso, en una silla cerca de la entrada del hotel. El libro no había llegado y no lo habían dejado entrar al centro comercial del lado, y necesitaba desesperadamente encender un cigarrillo. Lo encendió. Fue cuestión de segundos para que sintiera la fuerza de la mirada de decenas de uniformados que se preguntaban, tal vez muertos de pánico, quién era el loco al que se le ocurría ponerse a fumar por esos lados; es decir, de quién había que sospechar. Evadió el ataque mirando hacia los cerros, sólo para encontrarse con un enorme carro de bomberos apostado al frente de una vieja casa blanca. A su lado, había una ambulancia con sus paramédicos.<o:p> Definitivamente los verdes estaban cagados del susto.</o:p><br /><br />Aburrido de tanto miedo disfrazado de seguridad, nuestro personaje subió hasta el planetario a buscar al negro Harold, un vendedor de frutas que todos los domingos -menos éste- se hacía en la 26. Pensó que a lo mejor allí lo encontraría, y no se equivocó. Le compró dos vasos de lo de siempre, y con su voz gruesa lo escuchó quejarse de la actitud de <st1:personname productid="la Polic■a." st="on">la Policía.</st1:personname> “Dicen que por acá puede pasar que por acá no. Se creen los dueños de todo”, se lamentaba el negro. En el fondo, qué más se podía hacer; era la queja de un pobre vendedor que no le importaba sino a su madre. <o:p></o:p></span></p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"><span style="font-size:10;"><o:p></o:p>Con tanta Policía no se podía andar tranquilo. Un poco contrariado, nuestro personaje se devolvió a tomar un bus que lo llevara de vuelta, no sin que antes un agente de tránsito le pidiera los papeles. Ese domingo el centro no era de sus visitantes, sólo porque <st1:personname productid="la Casa" st="on">la Casa</st1:personname> de Nariño sería otra vez del dueño, murmuraba mientras sacaba la cédula. En esas</span><span style="font-size:10;">, volteó otra vez hacia los cerros. Estaban enmarcados por un cielo azul inmaculado, pero eran el fondo de un</span><span style="font-size:10;"> pedazo de mierda. De un pedazo de mierda, pero verde (como la corbata del represidente).</span></p>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1150357410288268732006-06-15T02:42:00.000-05:002006-06-15T02:50:31.130-05:00AMNESIA<div style="text-align: justify;">Celebraban un cumpleaños. Había alcohol, cigarro y otras cosas en profusión; pero ellos decidieron que algo faltaba. Al fin y al cabo festejaban sus dieciocho, y en ese paso a la adultez había que botar la casa por la ventana. La idea ya estaba en el aire, sólo fue buscar en los clasificados del periódico, hacer dos llamadas y reunir dinero. Dentro de poco, la mujer de nombre falso y sexo fácil vendría a desnudárseles.<o:p> </o:p> </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal">La espera no fue muy larga, y al final ella llegó ataviada con un disfraz de colegiala cubierto por un gabán de San Andresito. Pidió reguetón, porque de lo contrario no se movería “rico”. Se le puso, y el show empezó entre el paroxismo y la arrechera de los muchachos que disfrutaban del baile. Para ellos, la idea era divertirse un rato. Para ella, exprimirles los bolsillos y llevarse todo el dinero que pudiera.<o:p><br /></o:p></p><div style="text-align: justify;"> </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal">Fue fácil. El trabajo se hizo entre las conciencias disminuidas por el alcohol y la libido desbordada por los aprendidos movimientos de una lesbiana que bailaba por cumplir y no se esforzaba por corresponder el entusiasmo de los muchachos. Se acabó la música, y mientras ella se ponía la ropa en el baño decidieron entre todos seguir esculcando la billetera y regalarle su primera vez al cumplimentado.<o:p><br /></o:p></p><div style="text-align: justify;"> </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal">Pagaron un rato de quince minutos, en el que el miedo del recién adulto impidió la consumación de su desvirgada. Eso sí, el rato se pagó como si el muchacho hubiera cumplido con la última y más rebuscada de sus fantasías; al fin y al cabo era un negocio donde el dinero valía más que la sinceridad. Además, si la alegría de la mujer fue tan poca allá adentro como lo había sido cuando bailaba, es de entender por qué al final no pasó nada.<o:p><br /></o:p></p><div style="text-align: justify;"> </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal">La mujer ya se había ido, y el alcohol no se agotaba. Se siguió bebiendo, y en esas se decidió que la segunda era la vencida. Llegó otra mujer, una morena con olor a loción de tres pesos y modales de plaza de mercado, que vino con la misma intención con la de todas sus colegas. Ella, al contrario de su antecesora, sí tuvo el buen oficio de parecer aturdida y compenetrada con la libido de su excitado auditorio; le traería frutos.<o:p><br /></o:p></p><div style="text-align: justify;"> </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal">Después de la desvestida de rigor –que esta vez fue más participativa-, llegó el momento en el que el cumplimentado se dejaría llevar hacia lo más hondo del monte de Venus. Los gritos y gemidos traspasaron las paredes de la desafortunada habitación, mientras entre carcajadas sus ebrios amigos se reían y se miraban con cara de “no podemos creerlo”.<o:p><br /></o:p></p><div style="text-align: justify;"> </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal">Terminó el rato, pero él quería más. Ese no era problema, el problema era que lo quería <i style="">gratis</i>. Después de un intento desesperado e infructuoso de lograrlo, desnudo y borracho como estaba decidió dar vueltas y gritarle a las paredes, a los cuadros y a los vecinos que esa había sido demasiado fácil. Aunque tal vez en unas horas no lo recordara, ya sabía lo que era una mujer. Para ella, en cambio, no fue sino un cliente más, un borracho más al que sacarle unos pesos; después de todo, ni el recuerdo del gozo ni el guayabo de la culpa quedarían en su memoria. Lo único que sobrevivió el día siguiente fue el preservativo usado en la alfombra del apartamento.<br /></p>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1148096575986040742006-05-19T22:36:00.000-05:002006-05-19T22:49:25.196-05:00EL COMEDOR DE LOS OLVIDADOS<div style="text-align: justify;"><a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/1600/kennedy4.jpg"><img style="margin: 0pt 10px 10px 0pt; float: left; cursor: pointer; width: 195px; height: 260px;" src="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/320/kennedy4.jpg" alt="" border="0" /></a>Angélica, una niña de ocho años que vive “en una casita de palo”, espera ansiosa mientras me mira con sus ojos grandes y me escruta con su infantil curiosidad, con el encanto de su inocencia. A su lado está Kevin, quien con la cuchara que empuña come con gana su plato. Come arroz blanco, lentejas, coliflor adobada y carne al vapor. Ese era el menú del día en el comedor de <st1:personname productid="la Fundacin Zua" st="on"><st1:personname productid="la Fundacin" st="on">la Fundación</st1:personname> Zua</st1:personname>, en el barrio Palmitas de la localidad de Kennedy, al extremo sur-occidente de Bogotá donde los beneficios de esta ciudad de cuasisegundo mundo se dilatan entre las distancias y los olvidos. </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal">En el primer piso de una casa de tres, que por sus puertas siempre abiertas deja entrar hasta a los perros callejeros que comen las sobras que caen de las tres hu<a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/1600/kennedy2.jpg"><img style="margin: 0pt 10px 10px 0pt; float: left; cursor: pointer;" src="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/320/kennedy2.jpg" alt="" border="0" /></a>mildes mesas de madera, funciona este comedor donde alrededor de 220 personas, entre niños y sus madres, reciben de lunes a sábado un almuerzo que les permite saciar su hambre. Allí, el vapor de los platos recién servidos se fundía en el aire con los gritos de los niños. En el fondo, un tablero gastado, y encima de él una Virgen del Carmen y un tren de papel viejo, despegado y descolorido; unas paredes amarillas ya blancuzcas y una ventana que da a una calle destapada, donde algunos niños hacen que juegan al fútbol con una bola de trapo y se ensucian los zapatos en medio del barrial en que la lluvia convirtió esa calle.</p><div> </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal">Allí no se ven ni los afiches de los políticos en campaña; de los niños de Kennedy sólo se acuerdan sus mamás y esas pocas personas que se dan cuenta de que a ellos también les da hambre. Ni quienes pavimentan las vías, ni quienes hacen de sus “logros sociales” el brillo de su sonrisa o la gloria de su discurso. Es triste y revelador ver que esa casita ajada y sin pintar donde ellos comen, estudian y juegan es lo único de cemento que se puede ver en un par de cuadras a la redonda; es triste ver que las migajas que algunos les botan sirven incluso para alimentar a los perros callejeros que cada cuanto entran allí para buscar las sobras entre las sobras.</p> <p class="MsoNormal" style="text-align: left;"><a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/1600/kennedy3.jpg"><img style="margin: 0pt 0pt 10px 10px; float: right; cursor: pointer; width: 194px; height: 255px;" src="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/320/kennedy3.jpg" alt="" border="0" /></a>Pero los niños no saben de su desgracia. Sonríen y juegan, viven mientras se dan cuenta de que sólo les queda intentarlo. Algunos llegan tristes, con la carita desfigurada por la furia de sus desahuciados progenitores, otros con el estomago calloso y el alma enrarecida por el hambre; pero es hermoso ver como un humilde plato de comida les cambia la vida por un momento y les arranca una sonrisa del alma. Es igualmente hermoso ver cómo, igualmente, a este sorprendido cronista un plato de comida gratis –el único por ese precio en mucho tiempo- puede hacerle lo mismo.</p>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1146764758493950262006-05-04T12:38:00.000-05:002006-05-04T17:42:52.653-05:00RELATO DE UN SOBREVIVIENTE<div style="text-align: justify;">En el casi inmaculado aire que los bogotanos respiraron los pasados martes y miércoles, no dejaba de sentirse cierta sorna: cada esquina, cada mirada de cada persona parecía querer gritar “¡qué día de mierda!”. Muchos aprovecharon y se quedaron debajo de sus cobijas o de las carnes de sus parejas, pero muchos más no podían dejar de salir a la jungla de asfalto, por esos días horriblemente espesa, poblada y confusa. </div><p class="MsoNormal" style="text-align: justify;">“Ha habido días en los que a esta hora me ha ido mejor”, comentaba un taxista mientras me llevaba a la estación de Transmilenio de la calle 146 el lunes. “A mí también”, le repliqué mientras pensaba con qué plata iba a almorzar ese día. Gracias a la ley de la contradicción que rige nuestras vidas, las calles estaban más tapadas que de costumbre; <span style=""> </span>cuando llegamos, me di cuenta que este enorme vía crucis apenas empezaba. Una fila que subía el puente peatonal me esperaba, y mientras caminaba hacia ese patíbulo recordé que a los genios que manejan el transporte en Bogotá se les había ocurrido poner un sistema nuevo para identificar los buses rojos.</p> <p class="MsoNormal" style="text-align: left;"><o:p></o:p>Sólo pude comprar un tiquete de los 4 que quería, lo cual se traducía en que esa tortura iba a volverse recurrente. Luego, entre la sopa de gente me tocaba buscar el bus en el nuevo mapa, que me pareció tan claro como un<a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/1600/tm100.jpg"><img style="margin: 0pt 0pt 10px 10px; float: right; cursor: pointer; width: 326px; height: 243px;" src="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/320/tm100.jpg" alt="" border="0" /></a> crucigrama en chino o un insulto en alemán. Sin saber muy bien qué hacía me monté en un bus que me obligó a hacer tres transbordos hasta el Museo del Oro, sólo para darme cuenta que la universidad estaba cerrada. Pero no todo fue una pérdida, tengo una nueva imagen en mi álbum mental: parecía que en la estación de la 100 estuvieran regalando billetes de $50000; juzguen ustedes.</p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;">De vuelta quise quitarme la frustración y disfrutar de la otra cara de la moneda, entonces decidí montarme en un Fiat como del 75 que hacía las veces de bus improvisado cubriendo la ruta “Granahorrar”. Pero esos carros que sólo sacan en los paros son la peste, terminé con mareo de tanto moverme de arriba hacia abajo. Me bajé en el Parque Nacional y decidí salir a caminar y a respirar, y todo por ese tiempo tuvo sentido. Cuando veinte cuadras más al norte quise volver a un Transmilenio tenía ganas de fumar, pero como tenía tos –para colmo- me tocó comprarme algo muy ácido, por aquello de la ansiedad. Es allí cuando otro cliente no se por qué carajos dice que en TM ya no estaban vendiendo tiquetes. Mi terquedad me llevó a la estación como un pedazo de jamón a un perro hambriento, y la encontré ¡casi vacía! Pude montarme sentado, pero<span style=""> </span>la maldita desinformación me hizo tomar un bus que paraba hasta Toberín, lo que significó seis mil pesos de taxi hasta mi apartamento y una neura de proporciones absurdas.</p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;">El martes tenía la duda sobre si valía la pena el esfuerzo de salir; una llamada me hizo tomar la decisión de hacerlo. La misma rutina del día anterior, aunque ya sabía qué bus tomar. Llegué, pero solo fuimos cuatro gatos a una clase y cinco a otra. De vuelta, dos horas esperando en el Museo del Oro, en las que floreció la idiosincrasia del capitalino: la ley del monte. Después de que me tocó empujar como a 100 personas porque era la tercera vez que no me daban paso, me metí a un bus en el que me tocó gritar para que la vieja de enormes y sebosas nalgas caminara tres pasos hacia el centro del bus y no estorbara con sus sobredimensionadas carnes a los pobres y macilentos mortales que sufríamos el hacinamiento que sus enormes dimensiones generaban. </p> <div style="text-align: left;">Después de una hora de bus, llego a mi casa y me encuentro con la noticia de que el paro había finalizado. Me sentí feliz por que todo volvía a la normalidad, pero triste por la misma razón; <a onblur="try {parent.deselectBloggerImageGracefully();} catch(e) {}" href="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/1600/tm2.0.jpg"><img style="margin: 0pt 10px 10px 0pt; float: left; cursor: pointer;" src="http://photos1.blogger.com/blogger/5955/441/320/tm2.0.jpg" alt="" border="0" /></a>pues definitivamente el caos es hermoso; cruel, pero hermoso. ¿En dos días normales hubiera podido caminar sobre la séptima, montarme en un carro muy viejo, pelear con una vieja 100 kilos más gorda que yo, actuar de agitador de masas, sentir la comunión de la fila y pelear contra la corriente sin que algo me lo impidiera? No, y precisamente esa es la gracia de que pasen estas cosas. Al menos, es la gracia que yo le veo.</div>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com7tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1146166255020869982006-04-27T14:30:00.000-05:002006-04-27T15:55:03.563-05:00DE HAMBURGUESAS E INMIGRANTES<div style="text-align: justify;"><span style="font-size:100%;">Las hábiles manos del cocinero tomaban un poco de carne molida del montón y se aprestaban a hacerla un bollo redondo y plano, mientras el olor de la cebolla salteándose en salsa de soya se dispersaba generosa y deliciosamente por el local. “Joda, esa Flora Martínez si que esta buena, mi hermano”, decía Pacho a uno de sus clientes, no tan costeño como él pero no tan rolo como su vecino. El televisor la mostraba hermosa, demoníaca pero angelical en una sesión de fotos. “Lástima el novio”, replicaba el interlocutor, quien por primera vez venía a comer a este lugar.<br /><br />Él llegó por casualidad, tenía hambre y no tenía ganas de cocinar. Cuando se fue, sus ganas se le quitaron casi del todo, había comido algo que sus torpes manos tal vez nunca llegarían a preparar. Una generosa hamburguesa, cuya carne sabía a carne y no a sustitutos, fue la puerta de entrada a ese lugar; allí se reencontró con la deliciosa comida rápida costeña. La hamburguesa, además, estaba sabrosamente adobada, como hace años su paladar no tenía la oportunidad de degustar.<br /><br />Pero no sólo fue la vianda lo que lo hizo volver, pues siempre que venía lo hacia para poder hablar de costeño a casi-costeño con gente que como él añoraba no sólo el queso o el suero, sino la calidez y la apertura de la gente caribeña. Además, esa ingeniosa promoción en que por cada diez comidas regalaban una también ayudó; en un mes y medio él pudo comerse una hamburguesa gratis y casi una segunda.<br /><br />En semana santa viajó. Cuando regresó, lo primero que deseaba era devorarse algo de lo que en el local vendían, pero cuando llegó al ‘chuzo’ se llevó una triste sorpresa: el letrero ya no decía “Pacho’s Place” sino “Comidas Rápidas Toro Sentado”. Sin embargo, entró.<br />-Oye, ¿Pacho vendió el chuzo? -preguntó para confirmar sus sospechas.<br />-Sí -respondió el nuevo dependiente, con un decepcionante acento cachaco.<br />-¡Mierda! -replicó con sorna y desilusión -¿Cambiaron la carta?<br />-No, sigue siendo la misma-.<br />-Entonces dame una ‘Punani’ -ordenó el cliente de forma desafiante.<br />-¿Perdón? -preguntó el dependiente con sorpresa.<br />-Una hamburguesa sencilla con champiñones –intervino otro cliente que por ahí se encontraba.<br /><br />La hamburguesa casi era igual, pero venir allí no era lo mismo. La promoción de las 10 comidas había caducado merced del espíritu empresarial del nuevo administrador, quien también redujo las raciones de carne y acabó con las ‘ñapas’ que Pacho siempre regalaba a sus clientes fieles. Las regalaba porque no le importaba demasiado exprimir cada centavo, le importaba que la gente comiera a gusto, pasara un buen rato y volviera; la mística de la conversación era el verdadero gancho del lugar. Ahora, ni la morenaza cartagenera que hablaba un perfecto inglés neoyorquino y se asustó cuando vio en la tele del lugar que Diana Ross estaba metida en las drogas, ni el guajiro de reloj y cadena de oro que venía porque “ni en El Corral las hamburguesas saben a lo mismo”, ni la pareja de estudiantes que se quedaba una y dos horas hablando de su añorada Barranquilla mientras pedían un perro tras otro, ni el cliente de nuestra historia, tienen un lugar donde sentir un pedazo de su Costa, el que se quedó en las mochilas de Pacho.<br /><br />Ahora el negocio no era ese. Todos ellos, que a fuerza de encontrarse en el lugar se hicieron amigos, se quedaron sin una parte de lo que los unía: ahora son un poco más desarraigados, ahora están un poco más solos en esta nevera.</span><br /></div>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1143738081798386422006-03-30T12:00:00.000-05:002006-03-30T12:16:32.376-05:00LA LUCHA DE LA LLAMA Y EL PERRO<p class="MsoNormal" style="text-align: justify;">Era un miércoles frío, como todos los últimos días por entonces. La feria estaba nuevamente de visita, y con ella toda la patota de especimenes extraños que por un par de semanas llenan <st1:personname productid="la Plaza" st="on">la Plaza</st1:personname> del Rosario, en el centro de la ciudad. Estaba el desarraigado viajero con ínfulas de chamán indígena que vendía supuestas pócimas para la tranquilidad, varas de lluvia y colgandejos que se hacen llamar “atrapasueños”. A su lado estaba la redonda y arrugada anciana valluna, que dominaba su puesto de palos y plástico con su imponente corpulencia mientras expendía manjar blanco a 1000 y a 2000 pesos. Acompañada por su nuera, la redonda anciana sirve de una vejada y humeante olla a un plato de icopor el postre mientras se pasa los días moviéndolo con una cuchara de palo, viendo pasar la vida en un lugar o en otro y hablando con su compañera de feria de las mismas cosas fatuas de siempre.</p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;">Pero entre todos estos no-cotidianos individuos había ese día uno que realmente destacaba por su rareza. Era un visitante extranjero peludo y de cuatro patas, sacado del Perú para que la gente se sacara fotos con él, o con ella, para ser más precisos. Lulú se llamaba, y era una llama sucia, flaca, maloliente y triste que se la pasaba de feria en feria prestando su lánguida pero extraña figura para que su dueño le sacara fotos con quien quisiera. Eso sí, la foto, que salía milagrosamente de una vieja Polaroid, costaba mil quinientos pesos. </p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;">Pues bien, el dueño de la llama necesitaba pagar un lugar donde dormir ese día, y por eso exhibía la poca presencia que la llama podía tener en busca de alguien con alma de niño, de alguien que quisiera una foto con un animal extraño. Pues bien, Yuri, una joven que por ahí pasaba de casualidad, fue tentada por la peluda cuadrúpeda y le pidió a su novio que le pagara una foto. Éste accede; sólo era cuestión de que la veinteañera se subiera al lomo de nuestra amiga peruana, de que el dueño del animal tomara la foto, y de que el novio pagara.</p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;">Ocurre que al oriente de la plaza hay una Universidad –en la que este cronista tiene la dicha y la desgracia de estudiar-, que en ésta hay vigilantes, y que estos uniformados y fortachones señores generalmente están acompañados de tiernos pero fuertes perritos Boxer y Rottweiler. Ocurre que uno de los boxers acababa de tomar su merecido almuerzo después de acompañar a su cuidandero y de recibir algunos mimos por parte de los estudiantes durante media jornada, y que por esta razón no tenía el reglamentario bozal reprimiéndole el hocico.</p> <p class="MsoNormal" style="text-align: justify;">Nuestro canino amigo olía algo raro, y sabemos que eso es el detonante más fuerte de la furia de un perro. La fuente de este olor, al parecer, era la llama en la que la oronda Yuri posaba para el camarógrafo de ocasión. La curiosidad soltó al perro del lazo de su amo, y ahí fue Troya: el can, visto libre y sin bozal, arrancó a morder a la vieja llama con su cliente encima. La llama respondió, haciendo caso a su instinto, con una patada al lomo del perrito, quien contraatacó y de un salto mordió nuevamente, esta vez en un costado, a la cuadrúpeda peruana. Así, ante algunos afortunados y atónitos espectadores se desarrollaban los ires y venires de una pelea que parecía salida de los videos divertidos de Animal Planet, mientras la pobre Yuri caía del lomo de la llama y la caja de un embolador que suele hacerse por ahí todos los días volaba por los aires merced de semejante caos animal.</p><p class="MsoNormal" style="text-align: justify;"> </p><p class="MsoNormal" style="text-align: justify;">La joven apenas pudo salió corriendo del susto, pues las peleas entre llamas y perros parecen sacadas del Apocalipsis. Pero estábamos en medio de una feria, donde se consiguen los adminículos más extraños posibles y donde inclusive el reino animal se confunde y hace cosas raras, cosas <i style="">de feria</i>.</p>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1142991652905320082006-03-21T20:40:00.000-05:002006-03-21T21:02:33.240-05:00EL MUERTO ES LO DE MENOS<div style="text-align: justify;"><o:p></o:p>De las pocas veces que vi a Don Alberto, la única en la que estaba sonriente fue dentro de su ataúd. En la sala de velación el cajón se posaba solitario, iluminado por una vela; alrededor la soledad absoluta. Su familia estaba tal vez durmiendo, tal vez descansando de la ardua última noche y también del viejo refunfuñón, amargado y pervertido que vivía encerrado en un cuarto y solo salía a comprar pan de cien, un ejemplar de El Espacio y un sobre de café instantáneo para pasar la tarde, tal vez ensoñándose con otras épocas en las que él era el propio Juan sin Miedo, tal vez llorando en silencio, pues cuando se es mudo solo se puede de esa forma. </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal">Cuando llegó su hija al funeral, los pocos que ya estaban en la sala corrieron a consolarla como si necesitara consuelo. Llevaba, eso sí, un impecable traje negro, pues “las apariencias son lo único que no se puede dejar de llevar con uno”. La doña estaba muy tranquila, pues se le había desocupado un cuarto en la casa y no tendría que alimentar más a ese viejo malencarado que hasta ayer era su padre. Sin embargo, ella no debía –ni ninguno de quienes por contingencia estaban en la sala- dejar de parecer un poco acongojados, un poco tristes; y ninguno de ellos podía dejar de llevar conversaciones vanas sobre cualquier cosa mientras en la sala de la derecha una madre lloraba a su hijo, pues aquí el ataúd era un pretexto y el muerto una obligación.</p><div style="text-align: justify;"> </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal"><o:p></o:p>Las ojeras y el cansancio se notaban, don Alberto había muerto lentamente entre los ires y venires típicos de la burocracia médica. El ambiente estaba tieso, la gente estaba claramente contenida y, para terminar, hacía unos de esos días de sol en los que uno no halla la forma de quitarse el pellejo o de buscarse una cerveza. Los rayos brillaban en la caja mortuoria y contrastaban con la frialdad de la cara del cadáver, y con la sobriedad de quienes lo velaban por deber; el sol se estaba revelando contra la farsa.</p><div style="text-align: justify;"> </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal"><o:p> </o:p></p><div style="text-align: justify;"> </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal">En medio del día y de la compostura, cuando todos observan por alguna razón las ventanas que daban a la calle, un Renault 6 verde limón se estaciona en una de las bahías de la funeraria. De el se baja, cual ralea de payasos apeando de su pequeño coche en un acto de circo, una familia entera, toda ella vestida con camisa de flores. El padre tenía cara de carnaval y cola al más puro estilo Pedro el Escamoso, y los hijos se inflamaban de orgullo al ver su pequeña greña salir de la nuca. Los susurros no se hicieron esperar, y la señora hija de don Alberto no pudo contener la pena ni disimular la papa caliente que estaba por tragarse: “Esta gentuza se equivocó de funeral”, alguien alcanzó a musitar.</p><div style="text-align: justify;"> </div><p style="text-align: justify;" class="MsoNormal"><o:p></o:p>Pues sí, parece que se habían equivocado de funeral, pues en éste la gente no tenía permitido hacer nada que los delatara; éste era un rito de la estupidez en el que el muerto es lo de menos.</p><div style="text-align: justify;"> </div>José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-23395282.post-1141448887566151462006-03-04T00:07:00.000-05:002006-03-10T00:37:21.720-05:00DE VUELTASé que estaba perdido, pero lo único que les puedo decir es que próximamente nada será lo mismo.<br />El antiguo blog está ahora <a href="http://noalsilencio2.blogspot.com">aquí</a>.<br /><br />*<br />A propósito, abrí otro blog. Está todavía muy crudo y después lo pondré bonito. Por ahora posteé algo que no podía dejar de postear. <a href="http://elrestodelcorcho.blogspot.com">Aquí</a> está.José Luis Peñarredondahttp://www.blogger.com/profile/13089541104079491463noreply@blogger.com6