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No al silencio 3.1

Crónicas de un transeunte citadino

LA LUCHA DE LA LLAMA Y EL PERRO

jueves, marzo 30, 2006

Era un miércoles frío, como todos los últimos días por entonces. La feria estaba nuevamente de visita, y con ella toda la patota de especimenes extraños que por un par de semanas llenan la Plaza del Rosario, en el centro de la ciudad. Estaba el desarraigado viajero con ínfulas de chamán indígena que vendía supuestas pócimas para la tranquilidad, varas de lluvia y colgandejos que se hacen llamar “atrapasueños”. A su lado estaba la redonda y arrugada anciana valluna, que dominaba su puesto de palos y plástico con su imponente corpulencia mientras expendía manjar blanco a 1000 y a 2000 pesos. Acompañada por su nuera, la redonda anciana sirve de una vejada y humeante olla a un plato de icopor el postre mientras se pasa los días moviéndolo con una cuchara de palo, viendo pasar la vida en un lugar o en otro y hablando con su compañera de feria de las mismas cosas fatuas de siempre.

Pero entre todos estos no-cotidianos individuos había ese día uno que realmente destacaba por su rareza. Era un visitante extranjero peludo y de cuatro patas, sacado del Perú para que la gente se sacara fotos con él, o con ella, para ser más precisos. Lulú se llamaba, y era una llama sucia, flaca, maloliente y triste que se la pasaba de feria en feria prestando su lánguida pero extraña figura para que su dueño le sacara fotos con quien quisiera. Eso sí, la foto, que salía milagrosamente de una vieja Polaroid, costaba mil quinientos pesos.

Pues bien, el dueño de la llama necesitaba pagar un lugar donde dormir ese día, y por eso exhibía la poca presencia que la llama podía tener en busca de alguien con alma de niño, de alguien que quisiera una foto con un animal extraño. Pues bien, Yuri, una joven que por ahí pasaba de casualidad, fue tentada por la peluda cuadrúpeda y le pidió a su novio que le pagara una foto. Éste accede; sólo era cuestión de que la veinteañera se subiera al lomo de nuestra amiga peruana, de que el dueño del animal tomara la foto, y de que el novio pagara.

Ocurre que al oriente de la plaza hay una Universidad –en la que este cronista tiene la dicha y la desgracia de estudiar-, que en ésta hay vigilantes, y que estos uniformados y fortachones señores generalmente están acompañados de tiernos pero fuertes perritos Boxer y Rottweiler. Ocurre que uno de los boxers acababa de tomar su merecido almuerzo después de acompañar a su cuidandero y de recibir algunos mimos por parte de los estudiantes durante media jornada, y que por esta razón no tenía el reglamentario bozal reprimiéndole el hocico.

Nuestro canino amigo olía algo raro, y sabemos que eso es el detonante más fuerte de la furia de un perro. La fuente de este olor, al parecer, era la llama en la que la oronda Yuri posaba para el camarógrafo de ocasión. La curiosidad soltó al perro del lazo de su amo, y ahí fue Troya: el can, visto libre y sin bozal, arrancó a morder a la vieja llama con su cliente encima. La llama respondió, haciendo caso a su instinto, con una patada al lomo del perrito, quien contraatacó y de un salto mordió nuevamente, esta vez en un costado, a la cuadrúpeda peruana. Así, ante algunos afortunados y atónitos espectadores se desarrollaban los ires y venires de una pelea que parecía salida de los videos divertidos de Animal Planet, mientras la pobre Yuri caía del lomo de la llama y la caja de un embolador que suele hacerse por ahí todos los días volaba por los aires merced de semejante caos animal.

La joven apenas pudo salió corriendo del susto, pues las peleas entre llamas y perros parecen sacadas del Apocalipsis. Pero estábamos en medio de una feria, donde se consiguen los adminículos más extraños posibles y donde inclusive el reino animal se confunde y hace cosas raras, cosas de feria.

escribió José Luis Peñarredonda, 12:00 p. m. | link | 4 comentarios |

EL MUERTO ES LO DE MENOS

martes, marzo 21, 2006

De las pocas veces que vi a Don Alberto, la única en la que estaba sonriente fue dentro de su ataúd. En la sala de velación el cajón se posaba solitario, iluminado por una vela; alrededor la soledad absoluta. Su familia estaba tal vez durmiendo, tal vez descansando de la ardua última noche y también del viejo refunfuñón, amargado y pervertido que vivía encerrado en un cuarto y solo salía a comprar pan de cien, un ejemplar de El Espacio y un sobre de café instantáneo para pasar la tarde, tal vez ensoñándose con otras épocas en las que él era el propio Juan sin Miedo, tal vez llorando en silencio, pues cuando se es mudo solo se puede de esa forma.

Cuando llegó su hija al funeral, los pocos que ya estaban en la sala corrieron a consolarla como si necesitara consuelo. Llevaba, eso sí, un impecable traje negro, pues “las apariencias son lo único que no se puede dejar de llevar con uno”. La doña estaba muy tranquila, pues se le había desocupado un cuarto en la casa y no tendría que alimentar más a ese viejo malencarado que hasta ayer era su padre. Sin embargo, ella no debía –ni ninguno de quienes por contingencia estaban en la sala- dejar de parecer un poco acongojados, un poco tristes; y ninguno de ellos podía dejar de llevar conversaciones vanas sobre cualquier cosa mientras en la sala de la derecha una madre lloraba a su hijo, pues aquí el ataúd era un pretexto y el muerto una obligación.

Las ojeras y el cansancio se notaban, don Alberto había muerto lentamente entre los ires y venires típicos de la burocracia médica. El ambiente estaba tieso, la gente estaba claramente contenida y, para terminar, hacía unos de esos días de sol en los que uno no halla la forma de quitarse el pellejo o de buscarse una cerveza. Los rayos brillaban en la caja mortuoria y contrastaban con la frialdad de la cara del cadáver, y con la sobriedad de quienes lo velaban por deber; el sol se estaba revelando contra la farsa.

En medio del día y de la compostura, cuando todos observan por alguna razón las ventanas que daban a la calle, un Renault 6 verde limón se estaciona en una de las bahías de la funeraria. De el se baja, cual ralea de payasos apeando de su pequeño coche en un acto de circo, una familia entera, toda ella vestida con camisa de flores. El padre tenía cara de carnaval y cola al más puro estilo Pedro el Escamoso, y los hijos se inflamaban de orgullo al ver su pequeña greña salir de la nuca. Los susurros no se hicieron esperar, y la señora hija de don Alberto no pudo contener la pena ni disimular la papa caliente que estaba por tragarse: “Esta gentuza se equivocó de funeral”, alguien alcanzó a musitar.

Pues sí, parece que se habían equivocado de funeral, pues en éste la gente no tenía permitido hacer nada que los delatara; éste era un rito de la estupidez en el que el muerto es lo de menos.

escribió José Luis Peñarredonda, 8:40 p. m. | link | 2 comentarios |

DE VUELTA

sábado, marzo 04, 2006

Sé que estaba perdido, pero lo único que les puedo decir es que próximamente nada será lo mismo.
El antiguo blog está ahora aquí.

*
A propósito, abrí otro blog. Está todavía muy crudo y después lo pondré bonito. Por ahora posteé algo que no podía dejar de postear. Aquí está.
escribió José Luis Peñarredonda, 12:07 a. m. | link | 6 comentarios |