LA REINA DE LA CANDELARIA
martes, agosto 15, 2006

Se llama Idalý, con acento en la "y". La gente la saludaba y ella les respondía, pero pronto regresaba a su sitio frente a un retratista que la dibujaba con menos arrugas de las que tenía. Sin embargo, sus ojos color madera todavía brillaban con el sol de esa tarde de agosto. Aún llevaba un poco de pintura amarilla en su ojo izquierdo, pues no se había quitado bien su máscara de carnaval. El día anterior, Idalý había encabezado "con un adornito, entre dos niñas muy lindas", el desfile de la comparsa Candelaria Carnaval.
"Yo tiraba flores, y me divertí mucho", me cuenta con su voz aniñada. "Fui la reina porque mis amigos me lo pidieron, el Padrino y mi amiga Idaly" –con acento en la "a"-. Metros más atrás suenan martillazos, que hallan su eco en las paredes que cierran la callejuela empinada sobre la que está el Teatro Colón. Era domingo de Carnaval, y mucha gente se encontraba en esa calle para vender cosas, tomar fotos o armar carpas. La reina a todos los saluda de beso, y me señala con el dedo la puerta de una casa: "¿si ve a mi amiga Idaly?", me pregunta. En la puerta no había nadie.
Luego, me hace subir hasta la siguiente cuadra. Le pide a una de las niñas, a la que vendía sánduches vegetarianos, una maleta vieja. De ella saca una revista vejada y amarillenta y me la muestra. "¿Sí me ve? Esa soy yo, me sacaron porque siempre he sido la reina de La Candelaria", me cuenta mientras se ruboriza un poco. Trata las páginas con cuidado, pues en sus manos estaba su único tesoro.
Cuando después de un par de horas la llamaron a la tarima para coronarla, sus Grulla le jugaron una mala pasada, casi se cae al bajar de la tarima. Pero cómo no iba a pasar eso, si Idalý estaba emocionada. "Esto se lo dedico a Idaly", dijo entre sollozos. Ella la buscaba con la mirada en el lugar de siempre, sentada en el andén de la casa de la puerta verde. Idaly, con lágrimas en los ojos, le regalaba su mirada a Idalý y sólo a ella.
MIERDA, PERO VERDE
miércoles, agosto 09, 2006
A medida que se acercaban por la Séptima hacia el centro, los pasajeros del bus 1734 de Continental de Transportes veían más y más hombres uniformados con trajes de los verdes más diversos. Venían del norte de la ciudad y querían aprovechar la tarde soleada del primer domingo de agosto. Tal vez se echarían un rato en el Parque de
A lo mejor alguno de los pasajeros estaba detrás de un libro de esos que sólo venden en Taschen. Lo habrá pedido hace uno o dos meses y tal vez se lo habrán conseguido hasta hace un par de días -era de suponer-: seguramente le habían dicho que viniera hoy a averiguar. Nadie contaba, sin embargo, con que la librería estaba al lado de uno de los dos lugares más vigilados ese día en Bogotá: el Hotel Tequendama. Muchos de los más de 6000 miembros de las Fuerzas Militares y 24000 policías que se encontraban en acuartelamiento de primer grado el fin de semana pasado se encontraban apostados en los alrededores del tradicional hotel capitalino.
Algunos miraban detrás de sus ojos polarizados, tal vez burlándose de lo inermes que estaban los civiles o alimentando el ego pensando en lo importante que su labor era: en la Escuela Militar les habían enseñado que había que matar o ver matar. Otros eran como soldaditos de plástico en el campo de batalla de papel, sin
Después de andar un rato por las calles sin demasiado afán y de preguntarse por qué había tantos agentes de tránsito un día de tan poco tráfico, nuestro biblófilo se sentó, entre inocente y curioso, en una silla cerca de la entrada del hotel. El libro no había llegado y no lo habían dejado entrar al centro comercial del lado, y necesitaba desesperadamente encender un cigarrillo. Lo encendió. Fue cuestión de segundos para que sintiera la fuerza de la mirada de decenas de uniformados que se preguntaban, tal vez muertos de pánico, quién era el loco al que se le ocurría ponerse a fumar por esos lados; es decir, de quién había que sospechar. Evadió el ataque mirando hacia los cerros, sólo para encontrarse con un enorme carro de bomberos apostado al frente de una vieja casa blanca. A su lado, había una ambulancia con sus paramédicos.
Aburrido de tanto miedo disfrazado de seguridad, nuestro personaje subió hasta el planetario a buscar al negro Harold, un vendedor de frutas que todos los domingos -menos éste- se hacía en la 26. Pensó que a lo mejor allí lo encontraría, y no se equivocó. Le compró dos vasos de lo de siempre, y con su voz gruesa lo escuchó quejarse de la actitud de